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Sentirse joven no es solo un recuerdo

Este verano viví un instante que fue mucho más que un concierto: fue un salto en el tiempo, un viaje al corazón de lo que alguna vez nos encendió por dentro. En Margate, en el mítico Dreamland, los Sex Pistols rugieron otra vez y, a mis 51 años, sentí de nuevo esa vibración punk que nos hacía creer que todo era posible. Allí estaba, con dos de mis amigos de toda la vida, compartiendo más de tres décadas de historias, risas y cicatrices. Y en ese momento, no éramos hombres mayores evocando el pasado, éramos jóvenes otra vez, rebeldes de nuevo, vivos al límite de nuestra propia esencia.

La música, los gritos, el pogo invisible de la multitud, la hermandad espontánea… todo eso me recordó algo que el punk siempre supo: no se trata de tocar bien, de ser correcto o de seguir la norma. Se trata de vivir intensamente, de ser fiel a tu verdad, aunque incomode. Ese mismo pulso atraviesa el Teatro Terapéutico: no buscamos la perfección estética, sino la autenticidad desnuda, la energía vital que se libera cuando dejamos de fingir.

El punk y el teatro se encuentran en la misma trinchera: ambos son actos de resistencia. El primero con guitarras desgarradas y gritos que incendian, el segundo con cuerpos y voces que se atreven a encarnar lo que duele, lo que arde y lo que sueña. En ambos, se trata de romper moldes, de decir aquí estoy con toda la potencia de lo real.

La Gestalt lo recuerda: el todo es más que la suma de las partes. Y aquella noche no fue solo música, ni solo amigos, ni solo nostalgia. Fue el “aquí y ahora” encarnado, una revelación: que la juventud no es una edad, sino un estado del alma. Que siempre podemos volver a encender ese fuego, traerlo a la escena, dejarlo atravesarnos.

En teatro exploramos lo mismo: cómo lo invisible, lo reprimido o lo olvidado puede renacer en escena y convertirse en vida. Igual que un acorde punk puede despertarte del letargo, una improvisación sincera puede abrir la puerta a tu verdad.

Ese día en Margate aprendí, una vez más, que el arte—ya sea música o teatro—no es entretenimiento: es un ritual, un espejo que devuelve la rebeldía perdida y nos recuerda que seguimos vivos. Que hay sueños por cumplir, heridas por cantar, verdades por gritar.

La juventud, entendida desde esta mirada, no se desvanece: se transforma en conciencia, en gratitud, en fuerza para seguir construyendo. Como un eco punk que resuena dentro, cada acorde es un recordatorio de que nunca es tarde para ser nosotros mismos, más libres, más plenos, más verdaderos.

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